El Destierro de Calibán
Iván de la Nuez
1996
I
«Los cubanos harían bien en ser afrancesados.»
Así habló Sartre.
Fue en 1960, y en la Habana revolucionaria, donde valoró como una ventaja ese afrancesamiento –real o imaginado– de los intelectuales cubanos. Al menos eso «les alejaba de Estados Unidos», pensó entonces. Tal vez sin proponérselo, el escritor francés acertó con la clave que había pautado las controversias latinoamericanas en el siglo xx. La batalla entre Próspero y Ariel, entre el pragmatismo y la espiritualidad, entre la cultura de masas y la «alta cultura», entre el surrealismo y el pop, entre el kitsch pro-europeo del gusto oligárquico de los años treinta y el kitsch pro-norteamericano de la cultura de clase media en los años cincuenta.
Como el resto de la cultura latinoamericana, la cubana también ha mirado alternativamente hacia Europa o Estados Unidos a la hora de construir su modernidad. Esta encrucijada, basada en los arquetipos shakespearianos de La tempestad, ha sido reafirmada con la Revolución. Desde ésta, el sujeto histórico de la isla ha aparecido a menudo identificado con Calibán, paradigma de la barbarie y rebelde ejemplar, siempre necesitado de optar entre el pragmatismo poscolonial norteamericano (Próspero), o el colonialismo espiritual europeo (Ariel).
Odiando a ambos y necesitando a ambos.
Gracias al influjo de la Revolución cubana, Calibán llegó a convertirse en un prototipo caribeño, compuesto en tres lenguas por Roberto Fernández Retamar, Kamau Brathwaite o Aimé Césaire. Todo esto identificó a la izquierda cultural desde los años sesenta, y aún recorre buena parte de los presupuestos multiculturales en Estados Unidos, tan propensos a «barbarizar» la cultura latinoamericana –y cubana– en sus reivindicaciones.
El propio arte cubano ha persistido en acentuar la barbarie implícita de su cultura y en identificarse con Calibán, el isleño a quien Próspero arrebatara la isla y le impusiera su lengua. Desde que Roberto Fernández Retamar lo echara a navegar en 1969 (aunque como libro Calibán fuera editado en 1971), y lo reciclara sucesivamente hasta 1991 –curiosamente, el año en que comienza la llamada diáspora del arte contemporáneo cubano–, median tres décadas de una cultura que ha mirado con avidez a Europa o Estados Unidos para reconstituir sus arquetipos, emprender sus proyectos y componer las armaduras para su viaje por la modernidad.
La fuerza de este paradigma es tan poderosa que incluso muchos intelectuales cubanos que salen al exilio lo renuevan continuamente. No importa que algunos de éstos hayan sido, en La Habana, francófilos, posmodernos, urbanos, «descontextualizados». No importa, siquiera, que hoy desbarren políticamente del régimen cubano. A la hora de establecer la compra-venta de identidades «exóticamente correctas» que impone la Europa posmoderna, muchos regresan al arquetipo del cual reniegan ideológicamente, pero cuya rentabilidad cultural no deja lugar a dudas. A partir de ahí, esa fórmula en la que la cultura cubana queda resumida en recetas de cocinas, iconografías afrocubanas –oportunamente traducidas al gusto de estos paisajes– y poco más.
Estos artistas cubanos de la era posmoderna han descubierto que Calibán es un compañero efectivo para implicarse en el Primer Mundo, pero no a las viejas maneras. Es precisa su gestualización para entrar en eso que Lyotard ha llamado una moralidad posmoderna: aquella en la que podemos acudir a contemplar nuestras peores catástrofes en un museo.
Este ensayo se propone un camino diferente. Intenta eludir lo que nos viene dado en La Tempestad; en el círculo vicioso de una isla que se consume, sin salida, en las querellas entre la rebeldía, el poder y la alta cultura. Es decir, se resiste a la idea de un Calibán al que sólo le queda «maldecir en lengua ajena», enfrentado a un Próspero que, además de su enemigo, comienza a ser la razón de su existencia. En esa cuerda, se utiliza aquí otro recurso shakespeariano –el envés de la trama–, con tal de perseguir ese momento en el que Calibán opta por abandonar la ínsula y atraviesa el océano, dejando su rastro efímero en el mar. Desde luego, no se habla aquí de cualquier huella, sino de una pequeña huella en la inmensidad del Atlántico. Y no se trata de cualquier viaje, sino de un viaje (con regreso o sin él) a Europa, un continente que le ha sido tan familiar a la cultura cubana como difícil la inserción allí de esa propia cultura en toda su complejidad.
II
Cuba es un país con una considerable proporción de exiliados –entre el 15 y el 20% de la población– y, también, con una alta proporción de artistas e intelectuales en el destierro (aquí la estadística crece). Esto ha inducido a algunos a afrontar la cultura cubana como un gran palimpsesto, al decir de Genet, cuyos territorios entreverados abarcan Manhattan y París, Miami o Caracas, Madrid o Berlín. De modo que, digan lo que digan los ideólogos paleoculturales que subordinan la cultura cubana a aquella que está producida exclusivamente en la isla, los cubanos han cancelado el contrato entre cultura nacional –sea esto lo que sea– y territorio.
Se ha perdido el centro. Y no sólo el centro de la cultura producida en la isla, sino también el centro por excelencia dentro del exilio. Las cosas ya no se reducen a la Habana o Miami (que comienzan a operar como espacios centrífugos desde los cuales se escapa la «cubanidad»), sino que se abre un abanico de espacios productores de cultura con raíces o aristas cubanas, desplazadas desde los antiguos núcleos y opuestas, muchas veces, a la determinación territorial de éstos.
Reinventados una y otra vez, estos cubanos se asoman a la aldea global y consiguen lo que no hicieron las guerrillas de los sesenta, años en los cuales la revolución parecía universal. Su mayor experiencia de globalización está, acaso, en estas formas de éxodo. Y son estos modos los que, paradójicamente, consuman (y consumen) el espíritu inicial de la Revolución. De esta manera, la idea de nación, de ciudad, de cualquier modelo de pertenencia, comienza a quebrarse y los cubanos intervienen con mayor o menor protagonismo en el derribo repetido de la frontera entre las dos Américas, las dos Europas, los dos sistemas sociales, las dos orillas del Pacífico o la transgresión continua del Mediterráneo.
En su obra Mundo soñado, Antonio Eligio (Tonel) nos entrega un gran mapamundi construido totalmente con islas de Cuba. La isla, en este mapa, está en todas partes y, por esa misma razón, no está en ninguna.
III
Dominados por La Revolución, La Patria, El Exilio o La Causa, los cubanos han vivido demandados, hasta la saturación, por los grandes problemas (los problemas con mayúscula). Es decir, han vivido frente a la historia. Desde su transterritorialidad, se abre ahora una supervivencia frente a la geografía. De este modo, el arte se convierte en una cartografía que nos permite circunnavegar y entender ese asunto delicado que es el de saber estar en el planeta. Y al revés, se torna al punto fundador del espacio cubano, en el que la geografía –una ciencia bastante despreciada por la modernidad insular– operaba como un arte para morar en el mundo. Así lo entendió Martín Fernández de Enciso, quien en su Suma de Geographia, escrita en el lejano siglo xvi, nos adelantó que la suya era una obra que trataba «largamente del arte del marear».
Así las cosas, se clausura el milenio con otra noción del espacio y de las fronteras cubanas. Sospechando que, al quebrar el férreo contorno de la frontera insular, se desestabiliza la dictadura de la historia sobre la geografía. Y se desestabiliza cualquier otra dictadura, desde el Estado autoritario de la isla hasta el poder oligárquico que ha gobernado al exilio.
Es entonces cuando aparece el concepto de diáspora cubana –aunque Fernando Ortiz ya había clasificado a los cubanos como «aves de paso»– tal como lo entendemos ahora. El término es sin duda apropiado, tanto desde el punto de vista cartográfico, como por el hecho de que logra englobar a los artistas cubanos que salen al mundo, sea o no definitivo su destierro. Hay que admitir, sin embargo, que en el sentido ideológico este término surge precisamente como un maquillaje a otra palabra que al Estado cubano le disgusta en extremo: exilio. Aun así, este concepto nos conduce a una serie de preguntas que están en el límite de la nación, la modernidad y la territorialidad cubanas.
A propósito de esto, Doreet LeVitte-Harten ha recomendado un acercamiento entre artistas de Cuba e Israel; dos países con más de una analogía. Ambos «poseen una ideología de pioneros»; «pueden considerarse como guetos desde el punto de vista geográfico y político»; están rodeados de territorios diferentes u hostiles que les permiten abrazar el sentimiento de «nosotros frente al mundo»; y, como remate estético a estas analogías, está el hecho de que muchos de sus artistas utilizan el cuerpo, no como metáfora o símbolo, sino como una parábola de sus respectivas naciones.
«Ellos se convertían en la tierra del mismo modo que el mapa de Borges se convertía en el territorio.»
Por todo ello, insiste LeVitte-Harten, podrían ser definidos como «artistas somático-políticos». Si varios artistas cubanos no exiliados convierten su cuerpo en la isla, otros artistas del destierro lo convierten en el exilio. O, mejor, en las huellas que el exilio impone sobre su cuerpo. Aquí, el cuerpo –ese lugar donde se inscriben de manera definitiva las experiencias culturales– logra «somatizar» el éxodo.
IV
Todos los exiliados –al menos en el punto inicial de su destierro; en la partida– se convierten en viajeros. Pero no todos los viajeros se convierten en exiliados. Una diferencia fundamental se levanta, como un muro, entre ambos: la posibilidad o imposibilidad del regreso. Además, el exiliado es muchas veces un sujeto que se convierte en viajero contra su voluntad. La historia de un viaje no implica la historia de un exilio, sino la de un tránsito entre la isla y la isla. El exilio, por su parte, nos abre el campo casi infinito de un viaje de distinto grado: habla del tránsito que hay entre la isla y el mundo. Los viajeros navegan de la casa a la casa. Los exiliados se desplazan de la casa a la intemperie. En el primer caso se nos habla de un estatuto distendido y temporal. En el segundo, la temporalidad pasa de ser un eufemismo –regresar «en cuanto se arreglen las cosas»– a una imposibilidad. El exilio no es cosa de tiempo sino de espacios –por fundar, de los que huir, por conquistar– que cancelan la cronología lineal de nuestras vidas.
La relación de los viajeros y los exiliados de la diáspora artística cubana no ha estado exenta de polémicas que han puesto sobre el tapete la diferencia entre los dos estatutos.
También pudiera decirse que, en general, los viajeros comparten las ventajas del patrocinio estatal de la isla y del mercado de arte internacional, y que, en diversa medida, los exiliados pueden llegar a compartir las desventajas de estar fuera de estos dos paraguas.
En 1994, en la revista alternativa Memoria de la Postguerra, fundada por Tania Bruguera y editada en la Habana (y que sólo duró un par de números, dicho sea de paso), algunos criticaron con acritud a sus colegas exiliados y a los modos en que éstos –según ellos– habían insertado su trabajo «outside Cuba». Con sus «concesiones importantes», «tendencias a satisfacer una comercialización de bajo mercado artístico», así como «el paso de los candidatos a mártires que pospusieron el sacrificio urgidos por la llamada de “pasajeros al avión”».
Esta reacción encierra una revancha hacia al exilio tradicional, que siempre se ha atribuido la posibilidad (y el derecho) de hablar por el interior de una cultura a la que sin duda pertenece. Ahora, a contracorriente, los cubanos residentes en la isla hablan en nombre del afuera, incluso de la emigración. En parte porque sus múltiples viajes les han contactado con todo esto. Y en parte por el sentido de representación que, cada vez más, gobierna el arte cubano y que, como lo definió Foucault, no refleja otra cosa que la indignidad de hablar por los otros.
Junto a estas diferencias, viajeros y exiliados acaparan un buen número de coincidencias en estos años que bien se podrían denominar como la era de la fuga generalizada en la cultura y el arte cubanos. Ambos se encuentran en las ferias de arte (Miami, Guadalajara, Madrid), o en las exposiciones conjuntas que levantan las ronchas en la cultura oficial. Ambos consiguen fracturar la idea de una nación apegada al territorio; ambos intentan un distanciamiento de los centros de configuración de la sociedad cubana –Cuba o Miami–. Pero, sobre todo, ambos se encuentran en un punto de fuga, en un perímetro instantáneo, en el que demuestran que la cultura cubana –sea esto lo que sea– hay que configurarla y reproducirla de otra manera.
Sean viajeros o exiliados, los componentes de la diáspora artística cubana expresan un fuerte síntoma de disolución de las ideas sobre la nación cubana. Aún más, la fuga –o éxodo o destierro o viaje– continua de estos artistas, sea temporal o definitiva, sea o no posible el regreso, no oculta el síntoma del malestar generalizado de esa cultura. Porque no se trata solamente de una fuga desde una realidad económica precaria (como suele decir el gobierno cubano), ni de una disidencia exclusivamente política (como acostumbra a decir la jerarquía oficial del exilio). Se trata, ante todo, de un fenómeno de orden cultural bastante dramático. Con esa fuga de lo que Adorno identificó como «la vida dañada», el escape de un tiempo saturado, confiscado por la política y que demanda continuamente a los cubanos una definición ante el proyecto como una definición, también, ante la muerte. (Pensemos en el «Morir por la Patria es vivir», del himno nacional cubano, o los eslóganes que han acompañado a su modernidad: Independencia o Muerte; Patria o Muerte; Socialismo o Muerte.)
Reconozcámoslo: la Revolución universaliza la cultura cubana hasta el punto en que esta cultura se cree el universo mismo. Esa vanidad es el núcleo perverso del nacionalismo: comienza a merodear tanto en su problema que éste, muy pronto, se convierte en el problema. Se intoxica tanto de su mundo, que éste se le convierte en el mundo (pensemos de nuevo en el mapamundi de Mundo soñado). Cuando esto sucede en países pequeños, la actitud es patéticamente provinciana. (Hay cubanos que han llegado a decir, a la altura de 1991, que en su país se produce el mejor arte del mundo.) Pero cuando esto sucede en países más poderosos –cuando se le ocurre a Hitler, por ejemplo–, entonces la universalización del problema nacional (nuestro problema es el problema, nuestro mundo es el mundo) transforma lo patético en trágico y tiene lugar el fascismo.
Siempre he asumido –y no tengo ningún indicio para abandonar esta formulación– que el nacionalismo, en la medida en que se convierte en el problema cubano (como se ha reinventado en la última década) disuelve las diferencias culturales entre los gobernantes de Cuba y los del Exilio. Ambos tienen –discurso ideológico aparte– una misma manera de entender la «cubanidad» y de armar su epistemología. Ambos continúan en la raíz católica de identidad nacional que se nos obliga a asumir hoy día. Ambos tienen la llave maestra para excluir, censurar y expulsar de La Nación.
Hay quien reniega de Fidel Castro en el plano político, pero es incapaz de concebir una posición crítica ante la cultura cubana, que admite y produce arquetipos autoritarios. Esa disidencia no es interesante para mí y, probablemente, tampoco lo sea para gran parte de la llamada «diáspora de los noventa». Ahora bien, localizar la fuga –la propia diáspora– como una condición cubana, que es también una situación global, implica huir de esta trama, salir del hogar a la intemperie, de la isla al mundo, de la aldea al ancho mar.
Después de Fernando Ortiz, hablar de Nación es dar un paso atrás, y regresar a las guaridas del paradigma blanco-criollo-católico-ético. Refugiarse en el último suspiro de la burguesía nacional por conseguir la síntesis de la Nación (desde el «con todos y por el bien de todos», de José Martí hasta la metáfora del ajiaco, el gran potaje con todos los ingredientes, del citado Ortiz).
La Revolución –que excluyó a sus contrarios– abrió la posibilidad de un mundo sin síntesis. Y esta es la gran trampa del regreso al discurso Nación por parte del Estado cubano y de sus intelectuales orgánicos en la actualidad. Implica una síntesis no-revolucionaria, del mismo modo que la Revolución implica una exclusión no-nacional. Esa es la paradoja del malestar de la cultura cubana.
V
Ya en su vejez, cuando a Fernando Ortiz se le preguntaba sobre su salud –«¿cómo está profesor?»–, respondía sencillamente: «aquí; durando». En 1991, cuando a alguien se le hacía en Cuba la misma pregunta, contestaba sin pensarlo dos veces: «aquí; escapando». Estas dos respuestas definen, quizá, la filosofía del nacionalismo y la fuga de ese nacionalismo. La Nación cubana ha alcanzado su clímax en la epistemología de Ortiz, para quien lo importante era, sin duda, «durar». La Nación de la diáspora es una nación en fuga física y cultural donde la supervivencia nos remite, directamente, a un escape. No se trata de la consigna duradera e inmutable de la identidad mayúscula, sino de lo transitorio del viaje, del estatuto móvil de ese «escapar». Es la quiebra de la opción entre los extremos cubanos (Patria o Muerte) para entrar sin lo uno ni lo otro a jugarse el destino en las formas culturales que demanda el nuevo milenio.
Ese escapar constituye, en los años recientes, la mayor experiencia de globalización cultural de los cubanos, quienes se incorporan a las tropas de «últimos hombres», como les ha llamado Sloterdijk, enfrentados a la devaluación más contundente de las ideas históricas de Patria y de Exilio, para reinventarse el país, el destierro, la política, el arte o el orden del mundo. Una globalización en la cual se integran al universo desde las mayores dificultades, pero con la libertad de tener –como advertía Shakespeare en La Tempestad– «sitio para maniobrar».
En su libro Deseo de ser piel roja, Miguel Morey explica que el Nuevo Orden Mundial está regido por dos modelos de confinamiento y reclusión: las reservas de indios pieles rojas y los campos de concentración. De modo que no debemos solazarnos en la ingenua percepción de que vivimos un «después de Auschwitz», porque Auschwitz no se ha ido. Está aquí y «puebla hoy la tierra entera». Morey adelanta que en un mundo como éste hay una patria posible, y se llama Fuga. Otro libro reciente, En el mismo barco, de Peter Sloterdijk, considera que en los territorios elegidos después de la Patria y otras pertenencias, queda sellada una posibilidad fundadora de nuestra época.
«Estas islas sociales o balsas volverán a ser lugares de nacimiento de características psicoculturales que un día producirán efectos mundiales.»
Si todo lo anterior fuera mínimamente posible, estos cubanos que habitan en el territorio del éxodo y del viaje, en el envés de la trama del Calibán insular, navegarán como argonautas de otro sistema cultural, cubano y posnacional, insular y mundial, cuyo arte consistirá en activar la fuga como un modo diferente de vivir y reproducir la cultura, la sociedad y los propios hombres. Tripulantes a la caza de la próxima orilla, listos para engrosar la cultura maltrecha, pero distinta, de esos sujetos que Hugo de Saint-Victor previó que rozaban la perfección: aquellos para los que «el mundo entero es como una tierra extranjera».
Tomado del libro Cubantropía, Iván de la Nuez, Editorial Periférica, 2020.
(«El destierro de Calibán» fue escrito para la exposición colectiva Memoria de un viaje, comisariada por Manuel García, en Valencia, 1996. La revista Encuentro de la Cultura cubana publicó una versión más ensayística, que es la que aparece en este libro)
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