Me complace compartir este extraordinario ensayo sobre la
educación artística en Cuba publicado por mi primer profesor de dibujo y
querido amigo José Pérez Olivares, en la Revista de la Universidad Cristóbal
Colón. Cuarta época, Año IV. Julio-Diciembre 2011. México.
1. La
fundación de una escuela gratuita de dibujo y pintura en 1818, señala el arribo
a Cuba de los primeros preceptos sobre pedagogía de las artes plásticas.
Inaugurada con el patrocinio de la Sociedad Económica
de Amigos del País (SEAP) y del Real Consulado, en el convento de San Agustín
de La Habana,
habría de tener como propósitos principales encauzar "el gusto estético de
los jóvenes a través de la docencia" e influir sobre el público "como
un medio para brindar a las artes el prestigio que estas merecían"(1).
También fundamentó su existencia en la utilidad que podía ofrecer a la
industria y al comercio promoviendo conocimientos en favor de estas
disciplinas. Por tal motivo, sus primeros años transcurren con una proyección
que hará prevalecer una enseñanza en función del valor práctico del
conocimiento, y en especial del dibujo "como una disciplina útil".
Sólo tiempo después, la escuela habrá de transformarse en la Academia de Dibujo y
Pintura de San Alejandro, en memoria del intendente Alejandro Ramírez, "un
típico vástago del despotismo español"(2).
Su
primer director fue un pintor nacido en Francia: Juan Bautista Vermay. Jorge Rigol
lo ha descrito como discípulo de David y maestro de la hija de Josefina
Beauharnais, "futura reina de Holanda"(3). De él se comentaba que era
amigo de Goya, quien lo habría recomendado al obispo Espada para que
desempeñara sus labores docentes en la Isla. En síntesis: "Un mediocre cultivador
de máquinas históricas al estilo davidiano" que "trae en su equipaje
el cadáver de un estilo pictórico: el neoclasicismo"(4).
He aquí,
a grandes rasgos, la manera en que podemos tipificar una escuela y los fundamentos
de una enseñanza que se instrumentarían a partir de entonces. Pero a causa de
la pobreza de recursos, la incipiente academia ni siquiera estuvo en
condiciones de asumir una pedagogía que no pasaba de ser un reflejo del
"retorno a ciertos aspectos y valores de la antigüedad grecorromana"
y que "había ya dado de sí, en Europa, cuanto podía dar, bajo el liderazgo
de Luis David"(5).
El
contenido de los programas de estudios, según se sabe, descansaba en la
práctica del dibujo (geométrico y de figuras antiguas y del natural), mediante
el uso de modelos clásicos que consistían en las imágenes de un gladiador y una
Venus, un esqueleto y una figura desollada de yeso, todos como soportes para el
estudio de la anatomía pintoresca. Y
ya que de métodos hablamos, no era otro que el que se deriva de ciertos
procesos representativos consistentes "en corregir con raciocinios y
principios, más que con hechos". De esta forma se esperaba que el alumno
pusiera “toda su atención en la corrección verbal” para que fuera ella quien lo
guiara. Y si al maestro no le quedaba otra alternativa que tomar el lápiz, lo
hará siempre “explicando el medio más fácil de ejecutar”. En fin: “los alumnos
que están más próximos se acercan, ven, escuchan, y así se encaminan a expresar
por sí mismos sus ideas, objeto principal de estudio"(6). Vale la pena no
olvidar la anterior descripción de una clase de Vermay, pronto tendremos que
seguir la pista a este antiguo método de enseñanza.
Adviértase,
no obstante, el énfasis en el dibujo como principal y casi única modalidad de
conocimiento. Rigol lo justifica como resultado de "la insuficiente
dotación económica que padeció (la escuela) a lo largo de su precaria
existencia", privándola de los más elementales recursos para desarrollar
un plan de estudios.
Otra
explicación podría sustentarse en la existencia, dentro de la SEAP, de una corriente de
tipo utilitaria en el arte que obligaba a la enseñanza mecánica del dibujo y la
pintura. Y también cabe la posibilidad de que fueran otras las razones como
para justificar las protestas del pintor criollo Francisco Camilo Cuyás
(1805-1887), auxiliar de Vermay, quien propuso una enseñanza más acorde con la
naturaleza de la escuela, argumentos que no fueron escuchados y mucho menos
llevados a la práctica en aquellos tiempos. Todo indica que la primitiva
versión de San Alejandro se mantuvo largos años en circunstancias parecidas
—incluso peores, si tomamos en cuenta el deplorable estado en que se hallaba
hacia 1837—. Casi dos décadas después de haberse inaugurado, José Antonio Saco
describe a la academia "situada en unas celdas oscuras, fétidas e
insalubres del convento de San Agustín de La Habana"(7). En esa fecha ya habían fallecido
dos figuras importantes para la institución: el intendente Ramírez, en 1821, y
su primer director, Vermay, en 1833.
2. El
método que inaugura Vermay en San Alejandro ni era nuevo ni le pertenecía. Era
el método de la Academia,
ideal no para la representación de la realidad, sino de cierta imagen de la
realidad; infalible en los propósitos de una estética en virtud de la cual el
arte se convertía (según palabras de Jacques-Louis David) en "la imitación
de la naturaleza en sus formas más bellas y perfectas"(8). Un método que
daba prioridad a la razón como rectora del trabajo artístico, circunscribiéndolo
a la copia de modelos clásicos, fuente principal de la que se nutría toda
representación neoclásica. "Quiero trabajar -escribe David- en un puro
estilo griego. Apaciento mis ojos en las estatuas antiguas, me propongo incluso
imitar algunas". Y continúa: "Los griegos no tenían escrúpulos en
copiar una composición, un gesto, un tipo que hubiera sido ya aceptado y usado.
Aplicaban toda su atención y todo su arte en perfeccionar una idea ya
anteriormente concebida. Pensaban y estaban en lo cierto, que en las artes el
procedimiento de traducir una idea y la manera de expresarla son mucho más
importantes que la idea misma. Dar cuerpo y forma perfecta a su pensamiento,
esto —y sólo esto— es ser artista"(9). Para esta escuela pictórica, lo
principal, como explica David, radica más en la manera de expresar una idea que en la idea misma; y pone de
manifiesto el grado de importancia concedido a la técnica. Tal modo de proceder
resultará más obvio en Jean-Auguste-Domenique Ingres (1780-1865), discípulo de
David, que defiende el mismo principio en los términos siguientes:
Cuando se posee bien el oficio, cuando se ha aprendido
bien el arte de imitar la naturaleza, lo primero a que debe atender un buen
pintor es a formarse un concepto global de su pintura, tenerla en su cabeza,
por decirlo así, como una unidad, de modo que pueda entonces ejecutarla con
brío y tal como si la obra entera se produjera en un solo tiempo. Entonces,
creo yo, todo aparece transido por un sentimiento unitario (10).
Adviértase
el énfasis de Ingres tanto en el aprendizaje del métier como en la capacidad de imitar la naturaleza. Son enunciados
que nos resultan familiares, muy próximos en el tiempo a pesar de haber sido
puestos en práctica hace más de seiscientos años. Si volviéramos los ojos, por
ejemplo, hacia el Tratado de la pintura,
de Leonardo, podríamos hallar sus
antecedentes. ¿O es que no suenan acaso muy davidianas estas palabras del autor
de La última cena?: “Una cosa natural
vista en un gran espejo: eso debe ser la pintura”.
Para
Ingres, epígono de David, la posesión de esos recursos son los que propician, a
su juicio, la adquisición de un determinado concepto artístico, y permiten al
pintor un concepto global de su pintura. Sin embargo, en el caso particular de
San Alejandro, el concepto global que comenzaba a enseñarse, a partir de
aquellas primeras décadas del siglo XVIII, era el de una pintura hecha con
cánones procedentes de realidades idealizadas, con símbolos de una estética en
vías de extinción, y con el agravante de que todo lo que en David y en Ingres
resultaba válido gracias al talento, en Vermay no pasaba de ser una mera receta
formalista, remedo de la parafernalia neoclásica reducida en sus clases a
cuatro o cinco figuras de yeso, copias de otras copias, copiadas a su vez por
aprendices de copiadores bajo la tutela de un maestro que se afanaba en
corregir "con raciocinios y principios, más que con hechos".
No cabe la menor duda de que Vermay era
consecuente, hasta en los menores detalles, con los principios que regían la Academia. Uno de
ellos se refiere al dibujo, y el pintor Ingres lo explica de forma inobjetable:
Dibujar no significa simplemente
reproducir contornos; el dibujo es también la expresión, la forma interior, el
plano, el modelado. ¡Vean lo que queda después de esto! Y añade a continuación: El
dibujo comprende las tres cuartas partes y media de lo que constituye la
pintura. Si tuviera que poner un rótulo sobre mi puerta, escribiría:
"Escuela de Dibujo" y estoy seguro que produciría pintores (11). ¿No sería ese el mismo criterio
que nos trajo Vermay de Europa, conjuntamente con sus objetos de yeso, para
aplicar en Cuba? ¿No habrían sido los preceptos neoclásicos la verdadera razón
del énfasis que manifestaba en el dibujo?
A pesar
de todo, el mérito de aquel maestro francés en nuestras tierras pudo haber
consistido en mantener funcionando la escuela fundada por él con muy pocos
recursos, y en haber hecho gala de una genial tozudez para continuar
insistiendo, en medio de grandes privaciones, en un proyecto que cualquier otro
profesional habría abandonado por imposible. Y es por eso que su nombre está
más asociado a nuestro país que a Europa, para bien o para mal de las artes
plásticas en Cuba.
3. A todo lo largo del
siglo diecinueve la situación docente de San Alejandro no dejó de resultar
difícil. Los programas académicos no pasaron de ser otra cosa que la sombra de
un proyecto que habría de ser pospuesto una y otra vez por falta de recursos.
Los cambios que pudieron haber significado un progreso para la enseñanza fueron
pocos, y se pierden entre lapsos relativamente largos que van de un director a
otro, y de una década a otra. Así, por ejemplo, durante el período en que Juan
Bautista Leclerc dirige la escuela (1844-1852) se crea un aula de litografía y
comienzan a impartirse las clases de imitación al desnudo. En esta etapa se
abre también un horario nocturno. Pero tienen que transcurrir treinta y cuatro
años desde su fundación para que el centro se transforme —gracias a un
reconocimiento real— en Academia de Nobles Artes de San Alejandro (1852), y
traslade su sede para Dragones y Manrique. En 1857 Hércules Morelli sustituye
en la dirección al interino Agusto Ferrán, y se propone llevar a cabo
importantes reformas materiales y docentes, pero la muerte se lo impide. El
malogrado proyecto del pintor italiano consistía en ampliar la enseñanza a
otras asignaturas que fueran, además del dibujo y la pintura, escritura,
geometría, ornamento y elementos de arquitectura, perspectiva, paisaje,
historia, mitología y traje.
Lo cierto
es que en 1866 —como explica la profesora Luz Merino Acosta— algunas
disciplinas académicas relacionadas con el estudio del paisaje y la perspectiva
aún no se impartían oficialmente en San Alejandro. Y sólo con la llegada de
Miguel Melero a la dirección de la academia en 1878 —primer pintor cubano al
frente de los destinos de la institución—, se realizan ciertas reformas que, al
fin y al cabo, tampoco resultaron demasiado importantes porque no trascendieron
a los programas docentes ni a los métodos de impartir las clases. Estas
reformas consistieron en instalar un alumbrado de gas (hasta ese momento los
alumnos se alumbraban con velas), dar clases con el modelo vivo (vieja
aspiración desde los tiempos de Vermay), y permitir a las mujeres participar de
la enseñanza oficial del dibujo, la pintura y la escultura. En lo que concierne
a pedagogía artística, Melero no movió un dedo en favor de iniciar reformas que
pudieran apartarse de "los cánones académicos tradicionales" (12).
Bien al contrario, tanto él como su hijo Miguel Ángel continuaron siendo los
representantes de lo que el investigador cubano Jorge Rigol ha definido como
"un largo continuo académico", pilar de la enseñanza oficial de las
artes plásticas cubanas hasta bien entrado el siglo veinte, cuando comienzan
las primeras señales en sentido contrario.
Al
margen de los pequeños progresos logrados por Melero, el estado de cosas
reinantes en la academia —finalizando la Guerra de los Diez Años— queda resumido en las
palabras que cito a continuación:
No existía un plan de estudios, sino una suma de
asignaturas, más en la letra que en la práctica; aun cuando el problema no
radicaba en la cantidad de asignaturas, sino en quién las impartía. Cada
director o interino proponía nuevas disciplinas que, en realidad, se explicaban
durante el tiempo que ese profesor estuviera en la Academia, lo que
confirmaba la inestabilidad del plan (13).
En
cuanto a los temas, los que la
Academia hizo suyos
constituyen su razón de ser. En primer lugar está el retrato, que tuvo en
Nicolás de la Escalera
(1734-1804), Vicente Escobar (1762-1834), el propio Vermay (1786-1833), Juan
Jorge Peoli (1825-1893), Francisco Cisneros (1823-1878) y Miguel Melero
(1836-1907), a un grupo de sus más fieles representantes. La investigadora
Adelaida de Juan, que ha explorado las características del género en Cuba,
escribe que el retrato tenía por misión "consagrar a las principales
familias", integradas por "personajes de la alcurnia oficial y
económica". Y seguidamente apunta que este papel "lo desempeña toda
la pintura retratista de ese siglo, continuando, con una calidad cada vez más
decreciente, durante las primeras décadas del siglo XX, y llegando a borrarse
de la realidad de la pintura cubana". De modo que ya en 1925, al irrumpir
la primera generación de pintores modernos en la Isla, "el retrato
cambiará totalmente de función" (14).
Otro de
los temas privilegiados por este método de enseñanza fue el paisaje, cuya
cátedra, en San Alejandro, no pudo ser constituida hasta 1889, demora
inexplicable si tomamos en consideración su importancia en el contexto de los
programas académicos de la época, así como la gran cantidad de adeptos que tuvo
entre los pintores insulares.
Si en la
poesía cubana este tema fue, desde el principio, un modo de interiorizar la
naturaleza, o —para decirlo con palabras de Cintio Vitier—, de "la
naturaleza cubana íntimamente espiritualizada", en la pintura no sucede
igual. El tratamiento que predomina oscila entre "un paisaje idealizado,
con dejos románticos, abundante de melancolías y neblinas a lo Chartrand",
y otro "más realista, más crudo, más a ras de tierra"(15). Y estas
fueron las tendencias implantadas por la academia, especialmente por Chartrand
y Sanz Carta, profesores de San Alejandro, con numerosos epígonos entre sus
alumnos.
Los
reparos de Adelaida de Juan a pintores como Chartrand, Sanz Carta, Menocal,
Romañach y Ramos, radica en su fidelidad a los cánones, razón por la cual no
lograron ser más reales y directos en el tema reflejando sólo una "Arcadia
con palmeras". Para Rigol, "la tríada que franquea los límites del
siglo XIX y penetra en el siglo XX llevando sobre sus hombros la Academia" (Romañach,
Menocal y Tejada), vive "de espaldas a todas las corrientes renovadoras de
la pintura", lo que resulta más patético frente a la actitud de pintores
europeos como Van Gogh y Gauguin, que ya habían dado de sí lo mejor en aquellos
tiempos.
Pero el
tema con el que esta institución hubo de alcanzar su clímax y su sentido cabal
fue el histórico, bien a través de personajes bíblicos y mitológicos, o como
encargos destinados a conmemorar hechos de alguna trascendencia —la primera
misa en Cuba, el desembarco de Colón, o la constitución del primer Ayuntamiento
de La Habana—.
Y si en los primeros años republicanos se intenta acercar "la época de las
escenas representadas", nunca será "hasta alcanzar la
contemporaneidad" (16). Fueron estas las razones sustentadas por la
vanguardia cubana en 1925 para manifestar su repulsa a un tema que no era el
rechazo hacia la Historia,
sino a los moldes usados por la pintura oficial.
Testigo
excepcional de esas primeras décadas de siglo fue el pintor Marcelo Pogolotti,
quien nos ofrece un retrato fiel del estado de la cultura cubana:
De todas las artes, las más preteridas eran las
plásticas. Aquí el panorama era sencillamente desolador. No se vislumbraba la
menor originalidad ni asomo de intento de buscar una modalidad adecuada a lo
cubano. Campeaba el lodoso academismo español y el desvaído italiano.
Y
refiriéndose a los pintores, prosigue: no pensaban sino en vivir de una cátedra en
San Alejandro, con el menor esfuerzo posible, enraizados en la más estéril
rutina. Sin embargo, lo que
mejor revela el trasfondo de aquella mentalidad, era su actitud frente a lo
nuevo:
Atrincherados detrás de la academia combatían toda
innovación, temerosos de que lo nuevo pudiera costarles, tarde o temprano, su
jugoso usufructo, como así habría de suceder, en efecto, a la vuelta de largos
años de lucha (17).
4. No
constituye, pues, una sorpresa para nadie, que los jóvenes pintores de entonces
—representantes de la primera vanguardia artística cubana—, reaccionaran contra
"los polvorientos patrones italo-hispano-franceses que informaban la
enseñanza académica" (18). Esta rebelión, que comienza en 1927 con la
primera exposición de arte moderno, termina desplazándose al terreno de la
enseñanza artística con la creación, en 1937, del Estudio Libre para Pintores y Escultores, dirigido por Eduardo
Abela, y que contaría también con los servicios de Rita Longa, Mariano Rodríguez,
Portocarrero, Arciaga, y otros.
Tal
proyecto, explica Yolanda Wood, "respondía a perspectivas e intereses de
artistas que, habiendo estudiado en diversos centros culturales de Europa y
América, y entrado en contacto con novedosos sistemas pedagógicos, consideraban
insostenible el academicismo vigente en San Alejandro", cuya situación
parecía "abocada a una crisis política y docente" (19).
La forma
de enseñar que adoptaron estos artistas fue muy distinta a la predominante, y
tuvo su expresión no en la escuela, sino en el taller. Allí no se aprendían reglas ni se tenían en cuenta otros
modelos que los del propio alumno. "Se ponía al estudiante ante una
motivación y se combinaban la preparación y el uso de los materiales en función
de los objetivos propuestos". De este modo, los temas tenían que surgir
"de la propia realidad circundante y vivencial, en un intento permanente
por excitar la observación visual y la sensibilidad ante su entorno" (20).
Frente a
una metodología esclerótica, concebida mediante patrones seculares, la del
Estudio Libre contrasta por su frescura y su capacidad de adaptación a los
nuevos tiempos. Entre sus aportes están la aplicación de las técnicas de la
pintura mural y la talla en madera, así como el interés de expresar lo cubano "y
hacerlo con propuestas personales en un ambiente propicio, ajeno al tecnicismo
formal de la academia". Estimulados por la amplitud de opciones, los
alumnos podían expresarse con entera libertad y confianza en sus propias ideas,
sin depender de los dictámenes del profesor. La tarea de éste también se
transformaba: de profesor pasaba a ser orientador,
evitando con ello todo intento normativo que recordara siquiera al del profesor
tradicional. Y aunque pudiera resultar o parecer demasiado humilde el término,
la tarea de aquel orientador no dejó de ser compleja y atrevida: desarrollar
las capacidades innatas de los estudiantes y dirigirlas hacia un fin que no
podía ser otro que el de ponerlas al servicio de la identidad nacional,
principio básico sustentado por la pedagogía cubana después de 1959. De esta
forma, "el Estudio se convirtió en un verdadero centro de inquietudes
artísticas, donde se reunía y participaba un número considerable de artistas e
intelectuales" (21). Hasta José Lezama Lima destacó el acontecimiento y lo
hizo explícito en la revista Verbum:
"Estudio Libre" tendrá que enfrentarse con
la anarquía de la sensibilidad que le arroja "San Alejandro" y contra
la posibilidad de cualquier romanticismo indiscreto que entre nosotros comporta
lo libre y altanero (22).
5. En un
memorable libro, el investigador marxista Mario De Micheli señala que si en los
representantes de la vanguardia artística del siglo XX resulta típica la
presencia de "un espíritu revolucionario", en los representantes del
decadentismo predomina, en cambio, "una posición de aquiescencia",
porque "falta en él un sentido específico de la ruptura histórica que se
ha producido; hay una extenuación espiritual más que una rebelión". Y
define la actitud como "de un retorno a la nostalgia de un estado
prerrevolucionario, al gusto por una civilización ya desaparecida o que va
desapareciendo y, por consiguiente, al júbilo por todo lo que revela en sí los
signos fatales de la muerte". Finalmente concluye: "Si la oposición
de los hombres de la vanguardia a las duras contradicciones de la sociedad
burguesa se tiñe a menudo de socialismo, no sucede lo mismo con la oposición
decadente" (23). Quizás por ello resulte imposible imaginar los nuevos,
duros y contradictorios contenidos de una revolución, como la cubana, vertidos
en viejos moldes académicos, cuya frialdad y teatralidad eran incapaces de
abarcar la magnitud y trascendencia de cada fenómeno. Tampoco podía resultar
idéntico al viejo modelo de intelectual decimonónico el que se pretendía
construir. Marcelo Pogolotti lo denunció muchas veces en sus escritos:
Melero impartía con honradez una enseñanza caduca. La
única figura de relieve en la colonia era Leopoldo Romañach. Saturado de
romanticismo melancólico y desmayado de la Italia finisecular, poseía, sin embargo, notables
conocimientos técnicos al par que seguro manejo y fino concepto del colorido.
Al revés de sus colegas, muestra un criterio liberal y flexible sentido
pedagógico, tanto que algunos de sus discípulos habrían de figurar entre los más
destacados exponentes de la pintura de vanguardia, como lo son Gattorno, Víctor
Manuel, Amelia Peláez y Wifredo Lam (24).
A
finales de los años 50 no resultará muy distinto el panorama. Basta con decir
que "desde 1818 en que se fundó en La Habana la Academia de San Alejandro hasta el
triunfo de la Revolución,
la enseñanza del arte en Cuba se redujo en líneas generales a escuelas privadas
ubicadas, la mayoría de las veces, en casas particulares. Excepciones fueron,
entre otras, la Academia
de Alicia Alonso, algunos conservatorios de música y el Estudio Libre para
pintores y escultores surgido en 1937, que a pesar de su brevedad y limitados
recursos, constituyó un hito en la historia del arte y de la enseñanza de la
plástica en Cuba" (25).
Resulta
incuestionable que San Alejandro, de espalda a los movimientos pictóricos que
ocurrían en el país —y en el mundo— continuó dictando la norma en materia
docente. Esto es notorio, incluso, hasta en escuelas tan alejadas de la capital
como la José Joaquín
Tejada, de Santiago de Cuba. Fundada en 1935, reflejó los mismos conceptos de
su arquetipo habanero logrando alcanzar, en la década del cuarenta, un nivel
similar al de San Alejandro. Sólo con la reforma de los planes y programas de
estudio de las escuelas de artes plásticas, el perfil de estas academias (y el
de sus graduados) cambiaría, pasando a constituir el nivel precedente de la Escuela Nacional de Arte de Cuabanacán a partir de 1963.
Fundada
en los predios de un antiguo barrio de la burguesía habanera, la Escuela Nacional
de Arte (ENA) no tiene precedente en América. Constituye un hecho único, no
sólo por lo elevado de su coste y por lo singular de su arquitectura, sino
porque con ella surge un modelo nuevo de estudiante de arte, más integral en su
formación, y más creativo, que comienza a ser reflejo de otras concepciones en
los métodos de enseñanza.
Aquel
modelo partía de una idea básica: la del becario cubano, que comenzaba a afluir
ahora de todos los sectores sociales del país, incluso de los que
históricamente habían sido marginados de la cultura y la educación.
Quienes
tuvieron la magna tarea de impartir sus conocimientos en la flamante escuela,
fueron —siempre o casi siempre— los mejores profesionales, aquellos que poseían
el talento especial para desarrollar con éxito su doble función de maestros y
artistas, figuras emblemáticas como Antonia Eiriz, Luis Martínez Pedro,
Fernando Luis, Sandú Darié, Fayad Jamís, Antonio Vidal, Adigio Benítez y
Orlando Yanes, que contribuyeron con su esfuerzo a dar rostro al nuevo creador
que el país necesitaba formar.
Uno de
los primeros egresados confiesa:
"Cuando
ingresé en abril de 1964,
mi rudimentaria óptica exclusivamente naturalista chocó
con la esencia misma del centro docente que me acogía con toda generosidad.
Pronto se resquebrajaron mis pobres criterios corroídos desde fuera y desde
dentro por la tentación y el germen de la libertad expresiva. Esa era la
palabra de orden en el terreno formal. Libertad para encontrarte a ti mismo;
libertad para adueñarte del arte, poseerlo, dominarlo, imponértelo, vencerlo
con el perfil único e irrepetible de tu individualidad. Libertad también para
experimentar con la propia metodología de la enseñanza, es decir, con nosotros.
Pero yo nunca agradeceré lo suficiente ese énfasis que Cubanacán puso en la
creación, énfasis que en no pocos alumnos devino decisivo" (26).
Estos
fueron, al menos durante el primer lustro, los aportes metodológicos de la ENA a la enseñanza de las
artes plásticas cubanas. Nacían de la esencia misma de un centro que todavía
hoy, al cabo de 48 años, podemos calificar de atípico, y donde —a diferencia de
otras academias— predominaba el germen de
la libertad expresiva, es decir, el espíritu de la creación. Un énfasis
como aquel, en la búsqueda de la identidad artística, sólo podía brotar de las
mismas aspiraciones manifestadas por el Estudio Libre para Pintores y
Escultores, en 1937. Pero el sueño de entonces resultaba ahora pequeño en
comparación con el que la ENA
pondría en marcha.
Al
cambiar los objetivos, cambió el plan de estudios. Desaparecieron los programas
afincados exclusivamente en la copia, y las habilidades técnicas pasaron a ser
un recurso más en función de ese encontrarte
a ti mismo para adueñarte del arte, poseerlo, dominarlo, imponértelo, vencerlo
con el perfil único e irrepetible de tu individualidad, manifestado por el
entonces joven becario de la
ENA Alberto Jorge Carol.
La experimentación —desconocida hasta entonces dentro de la enseñanza
tradicional— alcanzó su nivel más alto en la factura de las obras, y aunque
cada profesor era responsable de los principios y normas pedagógicas aplicados
en el aula, todos coincidían en su rechazo a los preceptos académicos
tradicionales.
Si los
modelos a imitar por la
Academia procedían de la antigüedad —figuras de gladiadores y
atletas olímpicos, bustos de madonnas
renacentistas, desollados, y toda la utilería de yeso del neoclásico—, los
modelos de los estudiantes de la
ENA pasaron a ser Picasso, Léger, Matisse, Degas, Miró,
Bacon, Pollock, Dubuffet, y toda —absolutamente toda— la herencia artística y
cultural del hombre. Fueron creadas nuevas disciplinas como diseño gráfico y
diseño básico, que aplicaron, por primera vez en Cuba, las novedosas ideas
pedagógicas de la Bauhaus
de Weimar, única escuela extranjera que llegaría a influir decisivamente en el
perfil de la ENA. Se
puso un énfasis especial en el desarrollo sensorial del alumno mediante
ejercicios que eran el reflejo mismo de las ideas de Walter Gropius, Lazlo
Moholy-Nagy, Vasily Kandinsky y demás personalidades de las vanguardias
europeas. En escultura se enseñó la talla directa (uno de los aportes del
Estudio Libre) en madera y piedra, y se estimuló el trabajo con ensamblaje de
piezas metálicas. A las aulas-talleres llegaron las visiones de Brancusi, Mur,
Arp y Calder, convirtiéndolas en sitios de estudio, análisis y discusión de
nuevos patrones artísticos. Y el grabado litográfico resultó decisivo en el
perfil profesional del egresado de esta escuela, que ampliaba así sus
conocimientos con los recursos de la gráfica más moderna y competente. De ese
taller salieron algunos de los más genuinos representantes de la gráfica cubana
actual como Tomás Sánchez, Rafael Paneca, Eduardo Roca, Zayda del Río, Ángel
Alfaro y otros.
Todo
aquel despliegue de esfuerzos y recursos habría sido insuficiente sin
propiciar, en forma sistemática, el encuentro de los estudiantes con
personalidades relevantes (nacionales y extranjeras) que visitaban la escuela
atraídas por lo ambicioso del proyecto. Tampoco habría bastado si no se hubiera
convertido en hábito asistir a conferencias, proyecciones de filmes de arte,
visitas a museos y galerías, y a todo género de espectáculo necesario para la
formación de los futuros intelectuales.
Pero la
trascendencia de la ENA
fue más lejos al fundir cinco escuelas nacionales (Ballet, Artes Plásticas,
Arte Dramático, Música y Danza) en un solo centro que las agrupaba, fomentando
el intercambio y el acercamiento entre las mismas.
En
líneas generales, los principales aportes de la ENA a la enseñanza de las artes plásticas
nacionales pueden ser resumidos como sigue:
1. Un
nuevo tipo de pedagogía basado esencialmente en el desarrollo de la creatividad
y en la búsqueda de rasgos artísticos propios, apoyado por un claustro de
profesores cubanos altamente calificados que podía servir de modelo —tanto en
lo docente como en lo artístico— a los estudiantes.
2.
Presencia en el centro de profesores extranjeros, principalmente checos,
polacos y alemanes de la RDA,
especializados en disciplinas hasta entonces poco desarrolladas en Cuba como el
diseño gráfico y básico.
3. Plan
de estudios concebido con amplitud de miras, con el propósito de formar un
profesional de las artes plásticas más en consonancia con las necesidades del
país: diseñadores, ilustradores, profesores de arte, investigadores, pintores,
escultores, grabadores, etc.
4.
Facilidades para el logro de una formación cultural completa que incluía,
además de las disciplinas de la especialidad (Pintura, Dibujo, Grabado,
Historia del Arte, etc.), dos tipos de preuniversitarios: uno regular, regido
por el mismo programa del Ministerio de Educación para todo el país, y otro
especial, con asignaturas exclusivamente de Humanidades (Historia General de
las Civilizaciones, Filosofía, Historia de la Filosofía, Literatura
Universal y Latinoamericana, y Francés).
5.
Encuentros sistemáticos con personalidades de la cultura cubana y de otros
países, así como la participación en talleres, conferencias, debates,
proyecciones de filmes , etc., que redundaban en beneficio de la formación
integral del alumno.
No fue
necesario esperar mucho tiempo para comprobar la eficacia del nuevo proyecto.
Finalizando la década, una representación de las obras de los alumnos de
pintura, enviada al Salón de Mayo de París, obtuvo un resonante premio. Por
esta razón fue exhibida en Cuba una de las más importantes colecciones de artes
plásticas que se hayan visto en América a lo largo del siglo XX, con obras de
Picasso, Tapies, Miró, Matta, Lam, Ernst, Vasarely, Magritte, y los escultores
Calder y Arp, entre las de muchos artistas contemporáneos.
¿Resultaría
ocioso, a casi cinco décadas de fundada la ENA, recordar cuántas han sido las figuras de
talla internacional salidas de aquellas aulas-talleres? Y este resultado,
¿podrá compararse —en magnitud y significación— al de siglo y medio de
enseñanza académica en Cuba? No se trata de desdeñar el arte de la colonia, ni
de restar grandeza a sus representantes; imposible escribir la historia de las
artes plásticas nacionales sin el concurso de todos los que en ella están
involucrados, desde Tadeos Chirinos, en el siglo XVIII, pasando por Nicolás de la Escalera, Vermay,
Perovani, Escobar y Juan del Río, hasta Melero y Romañach, en el siglo XIX y
principios del XX. Se trata de comparar, dentro de lo posible, la amplitud de
un proyecto con relación a otro. Y de precisar también la actitud asumida por
una institución que, enfrascada en un
largo continuo académico, ignoró y desdeñó, (como todas las academias del
diecinueve) la necesidad de renovación.
La ENA fue, por
tanto, el sueño realizado de muchas generaciones de artistas cubanos que
sumaron sus esfuerzos en favor de un ideal humano y artístico. Significó la
ruptura con el pasado académico y la apertura hacia una nueva etapa
vislumbrada, veintidós años antes, con el Estudio Libre para Pintores y
Escultores.
Como
ocurre con toda obra humana, tampoco la
ENA fue perfecta. Una de sus deficiencias (o insuficiencias)
más discutidas pudo haber consistido en favorecer el conocimiento de las
técnicas pictóricas sin el rigor de un enfoque academicista. La única
explicación posible es que en el nuevo proyecto pedagógico ese conocimiento no
tenía mucha razón de ser. La pintura de género quedó reducida al mínimo, siendo
relegada por nuevos enfoques que daban prioridad a la libertad creativa del
estudiante. De este modo, el paisaje y el retrato dejaron de ser asignaturas
para convertirse en ejercicios a través de los cuales el estudiante exploraba
una mirada distinta a la tradicional. Y la copia de la figura humana fue sustituida
por un modo de representación del cuerpo que no fijaba reglas, y que ponía más
énfasis en la expresividad de la figura. Con la extinción del modelo académico
desaparecieron dos viejas asignaturas cuya existencia se remonta al
Renacimiento: Anatomía y Perspectiva. Y junto con el viejo canon cuanto había
de rancio y de “lodoso academicismo” en la enseñanza de las artes plásticas.
Al
margen de lo que hoy se escriba sobre aquella apasionante aventura, el proyecto
de la ENA debe
ser asumido —y defendido— como una propuesta pedagógica moderna. Y lo que es
más importante: el hecho que de sus entrañas haya surgido una brillante
generación de artistas que ha dado lustre a nuestra cultura.
No cabe
duda que lo mejor de la ENA
fue propiciar (casi durante toda una década) el desarrollo de un espíritu de
libertad expresiva que no reñía con la técnica ni con la ideología, sino que
parecía integrarlas en una sola unidad donde forma y contenido se congraciaban.
Aunque
sin el virtuosismo académico de un Melero y un Romañach, en las aulas de
Cubanacán se reflejaban los temas de la Revolución, las contradicciones propias de la
vida cotidiana y los cambios socio-políticos que ocurrían en el país. No era
aquella una visión "soviética", al estilo de un Deineka o un
Petrov-Vodkin; ni la visión congelada en urna de vidrio de los pintores de la República —tan cercana
en sus presupuestos estéticos al realismo
socialista—. Era la de jóvenes interesados en su historia, protagonistas de
una era de profundas transformaciones que se reflejaban también en el arte.
Pero la entrada en vigor de los lineamientos del Primer Congreso Nacional de
Educación y Cultura cerraría el capítulo de la libertad formal y espiritual en la ENA. Con la excusa de que
el arte era “un arma de la
Revolución”, lo más conservador y retrógrado del pensamiento
docente cubano cobró fuerza y volvió a imponer sus preceptos y normativas, y lo
hizo, primero, dando prioridad total a los contenidos políticos sobre los
artísticos. Estos cambios se iniciaron —a partir de 1971— con la inclusión, en
los programas de estudio, de ejercicios con retratos de mártires o vinculados a
la épica revolucionaria. Poco después, y con asesoría soviética, se deformaría
para siempre el perfil de una escuela que había sido un hito en la docencia artística
de la Isla.
6.
Teniendo como telón de fondo los lineamientos de aquel fatídico congreso
comienza, en 1974, la reforma de la
enseñanza artística que aprueba, de manera oficial, tres niveles de estudio: el
superior o universitario, el medio-superior o profesional y el elemental.
"Este último —explicaba la Doctora Nuria Nuiry— comienza a cursarse
simultáneamente con los estudios generales de primaria o secundaria básica, y
concluye cuando el alumno ha terminado el noveno grado de enseñanza
general" (27). A partir de ese momento son reorganizadas las escuelas de
arte "y quedan como escuelas de nivel medio de artes plásticas la ENA, San Alejandro, y la José Joaquín Tejada;
las demás fueron clasificadas como escuelas de nivel elemental (secundaria básica)"
(28).
Rasgo
peculiar de esta reforma sería la participación de asesores soviéticos en la
confección de los programas de estudio. Dominados nuevamente por una
orientación academicista, harían resucitar el fantasma de Vermay a través de
ejercicios que exigían, una vez más, sus modelos de yeso, y también su método: corregir con raciocinios y principios más
que con hechos. Ni los alumnos de las escuelas elementales —muchachos de
entre doce y catorce años— pudieron escapar de semejantes prescripciones, y tuvieron
que soportar, al menos hasta 1982, el agobio de ejercicios de hasta veinticinco
horas de duración basados exclusivamente en la obsesiva copia de objetos, lo
que ponía en evidencia el escaso conocimiento de aquellos asesores sobre las
características y motivaciones de nuestros adolescentes.
A
comienzos de los ochenta se produjo otra reforma en los planes y programas de
estudio que, si bien posibilitaron enfoques pedagógicos menos ceñidos a la
academia, tampoco resultaron —al menos para las escuelas elementales— un cambio
en las proporciones deseadas. Este cambio jamás llegaría porque los planes y
programas de estudios hacían depender un nivel de otro, de tal manera que
resultaba imposible admitir una concepción más creativa y autónoma para dichas
escuelas. De modo que los egresados del primer nivel sólo podían aspirar a
ingresar en el siguiente si mostraban las habilidades y conocimientos
adquiridos mediante una prueba. "Al concluir el noveno grado de
escolaridad y el nivel elemental de la especialidad correspondiente —escribe la Doctora Nuiry—, se
realiza —a los que así lo desean— un severo examen, conocido como pase de
nivel. El alumno aprobado ingresa en una escuela de nivel profesional, donde
cursará un solo plan de estudios de nivel medio de arte. En este nivel medio o
profesional se estudian las mismas especialidades del nivel elemental, más las
de circo, Biblioteca e Instructores de Arte". Y concluye: "Cuando se
termina el nivel medio, se está calificado para comenzar a trabajar o continuar
estudios de nivel universitario"(29).
El severo examen o pase de nivel al que se
refiere la pedagoga cubana exigía, en el caso de los alumnos de artes
plásticas, demostrar habilidades en la representación académica de un retrato
(en dibujo y pintura). Y aunque cada egresado llevara consigo una carpeta con
"trabajos libres y de clase", era en definitivas el resultado de la
prueba lo que determinaba la aceptación o no del aspirante. Esta forma de
selección trajo conflictos. Uno de ellos consistía en que no todos los que
entraban por esa vía en la ENA
o San Alejandro eran los mejores. Ni todos los que se quedaban fuera eran los
peores. Y en ello radicó el desacuerdo entre dos tipos de orientaciones y
maestros: los que aspiraban a practicar una pedagogía artística más creativa y
contemporánea, a tono con las necesidades del nivel elemental, y los que
pensaban que el rigor en la formación de un artista plástico obliga a una
enseñanza ceñida a patrones académicos.
Por esos
años las escuelas elementales iniciarían su etapa de madurez. Algunas (como la
de 23 y C, en El Vedado) llegaron a desarrollar un trabajo más ambicioso,
dirigido a explorar nuevos métodos. Entre sus propósitos estaba reducir al
máximo el tiempo de los ejercicios tradicionales en favor de otros que exigieran
a los alumnos respuestas más individuales y complejas. Las aulas se abrieron a
la experimentación, y se borraron las fronteras entre asignaturas y maestros
creándose un clima propicio al diálogo y al intercambio de criterios que hizo
posible una actitud no en función del cumplimiento de los programas, sino del
estudiante. Otro esfuerzo del claustro de 23 y C fue respaldar la posición
asumida en el aula con la propia obra, luchando por estar —en el orden
artístico— a la altura de los mejores profesionales del país.
No sería
justo culpar a estos profesores (como algunos, con más despecho que razón,
intentaron hacer) de paternalistas o de haber formado promociones difíciles o
iconoclastas, capaces de someter a duras críticas los presupuestos pedagógicos
y estéticos de los otros dos niveles. Si esto ocurrió —y es bueno que haya
ocurrido— tiene su explicación en la actitud exigente y autocrítica de sus
maestros de la elemental. También en la posición conservadora —y en ciertos
casos autoritaria— asumida por algunos maestros y funcionarios de la DEA, poco acostumbrados a
soportar en los demás el ejercicio del criterio. Fue un período difícil en el
que cualquier desvío de los contenidos de los programas podía llegar a ser
considerado como un acto de “diversionismo ideológico”, frase en boga que
intentaba cerrar el paso a cualquier innovación pedagógica. Con
todo, jamás faltó la comprensión de algunas mentalidades abiertas (como
fueron los casos del escultor José Antonio Díaz Peláez y de los pintores Manuel
Vidal y Antonio Vidal) que simpatizaron siempre con aquellas ideas,
respaldándolas en todo momento. Lo cierto es que los efectos de la nueva
pedagogía habrían de sentirse gravitar en la obra de los primeros egresados de
estos niveles, que abrieron una etapa distinta en las artes plásticas
nacionales a partir de mediados de los 80 y principios de los 90.
Este
período de resurgimiento se había
iniciado con la presencia del grupo Volumen I en el panorama artístico del
país. Estaba integrado por un puñado de jóvenes recién egresados de las
academias de San Alejandro y la
ENA, insatisfecho con la orientación realista del arte
oficial. Su obra significaba un enlace —y también una continuidad— con otras
experiencias similares realizadas por los artistas plásticos cubanos durante
las décadas de 1950 (Los Once. Pintores y
Escultores, Lyceum, 1953) y 1960
(Expresionismo abstracto, Galería de La Habana, 1963). A Volumen I
lo secundarían las primeras promociones
de las escuelas elementales de Ciudad Habana, que no sólo hicieron suyos los
mismos postulados estéticos, sino que los llevaron incluso más lejos con sus
numerosas y atrevidas performances
desarrolladas en los parques e instituciones de la capital.
Sin
embargo, un proyecto como el de las escuelas elementales de artes plásticas,
que ya tenía tres lustros de vida y que había contribuido a formar a centenares
de jóvenes, dejaría de existir a comienzos de los 90. Las razones argüidas por la Dirección de Escuelas de
Arte y el Ministerio de Cultura se basaron en que la formación de un artista
plástico no requiere tanto tiempo ni comenzar a tan temprana edad los estudios
de la especialidad, criterio discutible frente a resultados concretos como los
que en el orden profesional y humano se lograron. Hoy me pregunto, no sin cierta
suspicacia, si no serían las aguerridas acciones plásticas de aquellos
muchachos que soñaban con una perestroika
y una glasnost a la cubana, las que
llevaron a pensar, a los mediocres funcionarios del Ministerio de Cultura y la Dirección de Escuelas de
Arte (DEA), que resultaba peligroso mantener una escuela de ese tipo.
El
tiempo —ese gran escultor que
decía la Yourcenar—
nos confirmará si la existencia del primer nivel en la enseñanza de las artes
plásticas cubanas fue un equívoco, una desproporción más en los afanes de
perfeccionamiento. O todo lo contrario, un logro educacional y artístico de
nuestra sociedad abortado por cobardía y falta de espíritu visionario.
7. Si la
aparición de los tres niveles fue un hecho trascendente en la enseñanza
artística, de ellos el más significativo fue la fundación del Instituto
Superior de Arte en 1976. Su importancia no puede ser circunscrita al hecho de
"continuar desarrollando técnica y culturalmente a las nuevas generaciones
de artistas jóvenes formados por la Revolución" (30), sino porque establecía,
además, un rango universitario en la docencia artística que las vinculaba entre
sí, generalizando una visión y una conducta estética que años más tarde
contribuiría a propiciar la ruptura.
Hasta
entonces la ENA
había sido la Meca
de todos los estudiantes de arte en el país. Pero al surgir el ISA, bajó
inmediatamente de categoría convirtiendo a todos sus graduados en especialistas
de nivel medio.
El más
alto centro docente del arte en Cuba debutó con tres facultades: Artes
Plásticas, Música y Arte Dramático. En la primera se abrieron tres
especialidades: Pintura, Escultura y Grabado, con "un promedio de cuatro
mil quinientas horas totales durante los cinco años de Licenciatura" (31),
de las cuales tres mil quinientas serían dedicadas a clases de taller. El resto
del tiempo lo ocuparían asignaturas de tipo socio-político y cultural, que
completarían la formación integral del estudiante. Inicialmente los objetivos
de la facultad de Artes Plásticas serían fundamentalmente dos: "Vincular a
los estudiantes con la realidad social, económica y cultural de nuestro
país". Y "elevar en nuestros alumnos y profesores, mediante la labor
de investigación científica, el conocimiento de nuestras raíces autóctonas y de
nuestro acervo cultural, y coadyuvar al enriquecimiento de nuestro
patrimonio" (32). En fin, demasiada retórica y poco contenido.
Este
acento en el vínculo de los estudiantes con la realidad sociopolítica de la
nación y el conocimiento de nuestras raíces autóctonas, precisa el contorno de
una pedagogía que habría de asumir cierta actitud discriminatoria con relación
al arte contemporáneo y sus distintas corrientes, porque el criterio
predominante en aquellos inicios "era garantizar el compromiso intelectual
y social del arte para apartarlo de una visión unilateral y reduccionista, que
colocara esta actividad en la sola realización del artefacto
estético"(33).
Cabe
suponer que fueron muchas las apreciaciones subjetivas y llenas de prejuicio
(en lo estético, pero también en lo ideológico y político) que influyeron en
los programas de entonces, asesorados por especialistas soviéticos que dieron
un aire de rancia academia “repiniana” a los primeros años del ISA. Lupe
Alvarez, profesora de esa institución, ha escrito que "el primer plan de
estudio, concebido como estrategia pedagógica transitoria, portaba en su base
algunas de las confrontaciones culturales del momento: una reticencia a aceptar
como legítimos un conjunto de procesos artísticos gestados en los centros del
poder simbólicos, una actitud hostil ante orientaciones incuestionables del
pensamiento social y cultural, contemporáneos, una tendencia a catalogar
ideológicamente la expresión, a partir del contexto ideoestético
originario". Como bien expresa la profesora cubana, aquellos lastres
formaban parte de valoraciones entonces extendidas en el medio cultural
avaladas por "algunas de las orientaciones dominantes en los estudios
superiores de arte de los países socialistas de Europa del Este,
particularmente de la antigua Unión Soviética" (34). Se trataba del
regreso, una vez más, a los viejos y decadentes patrones de Vermay, "de
seguir la prolífica e histórica práctica de la academia, sobre todo el patrón
realista" (35). Y como sucede siempre con toda normativa, se produjo la "sobreestimación
del arte como objeto ideológico" logrando prevalecer en el ánimo de muchos
profesores aún bastante avanzada la década del ochenta. Pero donde más impacto
tuvo semejante tesis fue en las llamadas ciencias del arte "entonces
circunscritas a la estética y la historia del arte, (que) fueron piezas claves
en la orientación ideológica analizada. Una literatura teórica harto elocuente,
de entre la cual sobresalían libros que hicieron época, como Fundamentos de
Estética de Avner Zis, el Libro Rojo de la Academia de Ciencias de la URSS. La lucha de las
ideas en la estética…, dejaba ver con claridad el estigma de la lucha
antagónica entre capitalismo y socialismo extrapolada drásticamente al
arte" (36).
8. Para
entender toda necesidad de cambio hay que remitirse a las posiciones asumidas
por las fuerzas en tensión, y qué representa cada una en el contexto de esa
lucha. En materia de pedagogía artística debemos entender esa necesidad como la
extensión a los terrenos de la docencia del enfrentamiento en arte. Allí la
lucha adquiere los mismos ribetes de lo que Mario De Micheli ha definido,
simbólicamente, como vanguardia y decadencia, dos actitudes
irreconciliables porque delimitan los contornos entre el nacimiento de la
cualidad nueva y la desaparición de lo caduco. Quizás podamos explicar así las
posibles causas de las tensiones ocurridas en la cultura cubana (sobre todo en
la enseñanza de las artes plásticas) a lo largo de la década del 80 y
principios de la siguiente, estimuladas por el derrumbe de un sistema que había
dado vida a algunos de sus fundamentos más importantes.
Lupe
Alvarez observa que el nacimiento de la enseñanza superior del arte está
asociado a un fenómeno que le es inherente: la gestación y el alineamiento de
lo que se ha llamado "Nuevo Arte Cubano". En el contexto del mismo
cabe mencionar algunos hechos como el fotorrealismo de la década del setenta o
la existencia de Volumen I en 1981, "que habían estremecido los cimientos
de la plataforma creativa dominante" (37). Todas estas acciones no
lograron consolidar un espacio lo suficientemente amplio como para ejercer una
influencia decisiva en los destinos de la docencia artística. Ni siquiera la
puesta en práctica del Plan de Estudio B, en el curso 1983-1984 pudo
distanciarse lo suficiente del plan anterior "aunque dosificaba mejor
aquellas disciplinas tácitamente identificadas con la ortodoxia
académica". Si algún avance podía señalarse en el Plan era que
"reservaba un espacio, en tercer año, para el libre ejercicio expresivo,
pero en rigor seguía sosteniendo imposiciones ideo-temáticas de igual
carácter"(38).
Sin
embargo, la rigidez de aquellos planes y programas de la enseñanza superior no
pudo evitar que se fuera gestando un movimiento que a la larga transformaría el
viejo modelo. Estas transformaciones tuvieron sus antecedentes en una doble
coyuntura favorable a los nuevos aires que soplaban. Primero, el desarrollo del
Nuevo Arte Cubano, cuyo rasgo esencial sería su capacidad de polemizar con la
realidad, desbordando "los predios de la autonomía artística"
mediante sus distintas propuestas. Segundo, la llegada a la Facultad de Artes
Plásticas de los primeros jóvenes profesores egresados, quienes comenzaron a
ejercer una influencia decisiva —no sólo en la docencia, sino con su obra—
entre los estudiantes. La cercanía de la edad y el haber padecido "la
influencia del modelo pedagógico" crearon una gran identificación entre
alumnos y profesores, estableciéndose importantes nexos creativos que
desplazaron poco a poco los ejercicios tradicionales para dar paso a otros más
ricos desde el punto de vista artístico. A partir de entonces, cualquier medio
o recurso plástico resultaría eficaz en el discurso del estudiante, y se harían
cotidianas las experiencias anteriormente reservadas a salones y galerías.
Sería una torpeza no señalar que a este
movimiento renovador habrían de integrarse profesores de otras generaciones con
una vasta obra artística y docente, siempre y cuando fueran capaces de
comprender el significado y la magnitud de los cambios. También lo harían otros
docentes no artistas, que en sus clases teóricas comenzaban a introducir ideas
y conceptos más afines con las expectativas y necesidades del nuevo proyecto en
cierne.
Estos
cambios ocurrían a finales de una época dramática, matizada por sucesos
internacionales que marcarían una nueva etapa para la humanidad con el derrumbe
del socialismo real y la apertura del neoliberalismo como ideología dominante.
Es también una etapa matizada por numerosos conflictos y polémicas que pondrían
en tensión al arte cubano, desplazándolo constantemente hacia el terreno de la
ideología y la política. Algunas de estas polémicas fueron motivadas por tesis
como las de Luis Camnitzer, no siempre vistas con agrado por algunos estetas y
profesores de nuestro nivel superior.
Hay algunos detalles que no han sido suficientemente
investigados, y que merece la pena señalar. Me refiero a la importancia que
tuvieron, en plena práctica del Plan B, las tesis pedagógicas de Luis Camnitzer
(artista conceptual que ha estado muy cerca del movimiento plástico cubano). Su
trabajo "¿Es posible la enseñanza del arte?", y su sistema basado en
ejercicios que conjuran los apriorismos de la tradición artística hegemónica,
fueron muy discutidos desde inicios de los ochenta. La teoría de Camnitzer
emplazaba sin rodeos la instancia académica, y proponía la liberación de la
expresión desde un replanteo del propio sentido del arte y de sus funciones
culturales. La escuela que creó desechaba el legado estructural y funcional del
proceso de autonomía de la actividad artística, y reestructuraba las relaciones
entre enseñanza y cultura, a partir de nuevas demandas. (…) De hecho, los
ejercicios de Camnitzer se aplicaron durante un período, e inspiraron los modos
particulares de enseñar de algunos maestros (39).
Resultaba
lógico que las tesis del artista uruguayo despertaran la ojeriza de quienes
defendían a ultranza las posiciones tradicionales de la enseñanza artística y
los postulados del realismo. Camnitzer iba al meollo del problema bombardeando
una actitud tecnicista e historicista que ponía la enseñanza "en contra
del arte mismo", al promover "la representación de problemas
creativos ya presentados en el pasado, con soluciones conocidas y aprobadas que
corresponden a estos problemas". De esta forma, la enseñanza quedaba
reducida "a la transmisión de información congelada en recetas"(40).
En 1987,
al entrar en vigor el Plan C, las condiciones para el cambio de enfoque
pedagógico resultarían óptimas. "En su modelo —apunta Lupe Alvarez— este
plan articulaba el conjunto de modificaciones efectuadas en el período
anterior. Habían quedado perfilados los objetivos por años, y estaban más
claras las expectativas con relación a la formación teórica y humanística que
el estudiante de arte necesita". Entre los objetivos básicos del plan se
apreciaba una orientación destinada a la asimilación "de procesos que
tienen lugar en la cultura contemporánea", así como "priorizar la
creación libre, para lo cual la pedagogía artística sólo puede ser un hábil
interlocutor y un mecanismo que amplíe el horizonte cultural con el que el
estudiante dialoga". Otro objetivo clave consistía en el desarrollo de
"la capacidad de inserción social de los discursos artísticos surgidos en
el espacio pedagógico a través de lo cual la Facultad sigue siendo un
foco de acciones culturales" (41).
Un logro indiscutible de los 90 consiste en la
creación de talleres opcionales, que han dado una mayor flexibilidad
a los nuevos enfoques pedagógicos, como parte de un esfuerzo para "ampliar
el repertorio de recursos utilizables". La presencia de los
mismos genera cierta modalidad de enseñanza que hace más operativa la
transmisión de los contenidos docentes, adaptándolos al entorno específico del
alumno que los selecciona según sus necesidades de desarrollo. Los nuevos
enfoques están dirigidos a propiciar una ruptura entre la alta y baja cultura, intención percibida con toda nitidez en las
propuestas artísticas de las jóvenes promociones de los 80, con menos
prejuicios frente al legado cultural y más propensas a asimilar las expresiones
marginadas de la superestructura.
Si el
lastre principal de los modelos académicos precedentes (en todas sus posibles
variantes) consistía en andar de espaldas a la realidad social, o entenderla de
forma esquemática, la principal virtud del modelo más reciente podría ser el de
haber logrado interpretarla desde una situación
cultural contemporánea, y también como parte de ella, tal y
como lo habían intentado hacer en su momento aquellos jóvenes de la ENA durante los años 60. Igual
que entonces, pero desde una óptica que parece haber desterrado para siempre
voluntarismos y absolutismos pedagógicos, los planes y programas comienzan
a responder mucho mejor a los reclamos de estos tiempos en crisis, marcando unas
expectativas de las que surgirán los fundamentos docentes del nuevo siglo que
acaba de iniciarse.
Pero aún
existen serios problemas, y uno de ellos tiene que ver con la deserción,
retiro y fallecimiento de buena parte del profesorado con más larga experiencia
y prestigio, circunstancia que deja virtualmente en manos de docentes muy
jóvenes (casi siempre presionados por una obra) la difícil tarea de formar
a las nuevas generaciones de artistas. Sin el debido control,
este éxodo —motivado por distintas causas (42)— podría transformarse
en un mal endémico que hiciera peligrar la existencia
de una tradición que se renueva y consolida de generación en generación.
No resulta extraño, pues, que el nivel artístico alcanzado por
otras promociones —como la de los 80 y principios de los 90— no haya
vuelto a repetirse en la plástica cubana, y estemos presenciando un cierto
vacío que intenta ser llenado con gestos propios de epígonos que
reiteran propuestas muy parecidas a las que ya conocemos.
Dentro
de la actividad teórica se ha notado una casi total ausencia de debates, y si
éstos no han desaparecido del todo, tampoco trascienden el ámbito donde operan,
restringidos a eventos efímeros que ya no inciden —como en otros momentos— en
la vida cultural del país. ¿Y puede acaso asegurarse el futuro de la enseñanza
de las artes plásticas en Cuba sin una constante revisión de sus principios y
objetivos? ¿Puede confiarse plenamente en sus éxitos si poco a poco —y casi por
costumbre— dejamos de reflexionar acerca de su pasado, presente y futuro?
Una
provincia tan populosa como Ciudad Habana cuenta hoy con una sola academia de
pintura de nivel medio para atender la enorme demanda de matrícula que cada año
recibe. Esta situación empezó a hacerse más evidente al
desaparecer la antigua escuela de artes plásticas de la ENA, que aunque no estaba
destinada al servicio de la ciudad —sino de los becarios de otras provincias—
podía ofrecer matrícula a jóvenes con aptitudes que no hallaban
plaza en San Alejandro. Si en vez de aumentar su número, las escuelas de
artes plásticas tienden a disminuir, y si las que se habilitan de
nuevo (como la de instructores de artes plásticas) no responden necesariamente
a las expectativas de quienes tienen como principal aspiración convertirse en
artistas plásticos, la proporción y calidad de los futuros egresados
descenderá de modo inevitable, toda vez que el instante de
florecimiento artístico y pedagógico más elevado de los últimos treinta años
sólo fue posible gracias a la concurrencia de una pluralidad de enfoques
pedagógicos emanados de distintas instancias: la elemental, la de nivel medio y
la superior —y estamos hablando de unas cinco escuelas de arte en la capital
(sin contar las del interior del país)—: la Escuela Elemental "20
de Octubre", la Escuela Elemental
"Paulita Concepción", San Alejandro, la ENA y El ISA.
Aunque
legítima, la aspiración del Estado cubano de establecer políticas para la
difusión masiva de la cultura artística entre la población no podrá realizarse
a plenitud si antes no se amplía y consolida la enseñanza especializada, si no
se abren —al menos en Ciudad Habana— otras academias de artes plásticas
destinadas a municipios periféricos y alejados de los centros de enseñanza
tradicionales (donde también abunda el talento y escasean las oportunidades),
y si no se logra evitar que los profesionales de mayor prestigio y experiencia
continúen abandonando la enseñanza (y el país) para dedicarse, de manera
exclusiva, a su obra. Habrá que buscar alternativas inteligentes para que los
que aún permanecen en la docencia no se marchen, y los que ya se marcharon
regresen, sin que ello suponga el sacrificio de su tiempo y su obra. Buena
parte de los que en los últimos años colgaron los hábitos no lo hicieron por
falta de vocación, sino como una inevitable respuesta ante las agobiantes
dificultades del período especial. Atraerlos de nuevo constituye un reto, pero
también una necesidad que no puede (ni debe) ser soslayada tomando en cuenta
que lo que está en juego no es sólo la situación específica de un claustro o de
una facultad, sino el futuro mismo de la enseñanza de las artes plásticas en el
país.
Por
todas estas razones, el regocijo ante los avances de nuestra
pedagogía artística no debe impedirnos reflexionar acerca de cuál es el
significado de esta herencia al cabo de casi dos centurias, es decir, desde la
fundación de la primera academia de dibujo en 1818 hasta la fundación del ISA
en 1976, y desde esa fecha hasta el momento actual, uno de los más difíciles de
nuestra historia. Las horas que vivimos son, por tanto, de recuento y análisis,
y sólo entendiéndolo así podremos seguir enriqueciendo un pensamiento
artístico-pedagógico enraizado en las mejores tradiciones y en una idea
constante de progreso.
NOTAS
1. Luz
Merino Acosta: "Academia de San Alejandro (1818-1900)". En: Universidad de La Habana, no. 227,
enero-abril (mayo y junio) de 1986, Número extraordinario (pág. 76)
2. Jorge
Rigol: Apuntes sobre la pintura y el
grabado en Cuba. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982 (pág. 80)
3. Idem (pág. 94)
4. Idem (pág. 95
5. Idem (pág. 98)
6. Idem
(pág. 104)
7. Idem
(pág. 106)
8.
Manuel López Oliva: El Arte y los
artistas. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1986 (pág. 158)
9. Idem (pág. 159)
10. Idem (pág. 163)
11. Idem (pág. 165)
12.
Jorge Rigol, op. cit. (pág. 249)
13. 13.
Luz Merino Acosta, op. cit. (pág. 80)
14.
Adelaida de Juan: Pintura cubana: temas y
variaciones. Editorial Unión, La
Habana, 1978 (pág. 11)
15.
Jorge Rigol, op. cit. (pág. 194)
16.
Adelaida de Juan, op. cit. (pág. 36)
17.
Marcelo Pogolotti: Del barro y las voces.
Editorial Letras Cubanas, La
Habana, 1982
18.
Marcelo Pogolotti: Puntos en el espacio.
Editorial Unión, La Habana,
1991 (pág. 189)
19.
Yolanda Wood: De la plástica cubana y
caribeña. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990 (pág. 53)
20. Idem
(pág. 100)
21. Idem
(pág. 64)
22. José
Lezama Lima: Imagen y posibilidad.
Editorial Letras Cubanas, 1981 (pág. 155)
23.
Mario De Micheli: Las vanguardias
artísticas del siglo XX. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972 (pág. 59)
24.
Marcelo Pogolotti: Puntos en el espacio
(pág. 189)
25.
Nuria Nuiry: "De los trabajos y los sueños ". En: Universidad de La Habana, no. 227 (pág.
12)
26. Alberto Jorge Carol: "Una faceta distinta".
En : Universidad de La Habana, no. 227 (pág.
131)
27. Nuria Nuiry, op. cit. (pág. 13)
28.
Orlando S. Suárez: "Cincuentenario de la Escuela de Artes Plásticas
"José Joaquín Tejada". En: Universidad
de La Habana,
no. 227 (pág. 94)
29.
Nuria Nuiry, op. cit. (págs. 13-14)
30. Raúl
Navarro Padrón: "La didáctica y el trabajo docente-educativo en la
enseñanza de las artes plásticas del nivel superior en Cuba". En: Universidad de La Habana, no. 227 (pág.
102)
31. Idem
(pág. 102)
32. Idem
(pág. 102)
33. Lupe
Alvarez: "Memoria de nubes". En: Cúpulas.
Publicación trimestral, Instituto Superior de Arte. Año 1,
Número III, La Habana
(pág. 38)
34. Idem (pág. 38)
35. Idem (pág. 38)
36. Idem (pág. 39)
37. Idem (pág. 40)
38. Idem
(pág. 41)
39. Idem
(pág. 50)
40. Luis
Camnitzer: "¿Es posible la enseñanza del arte?"
41. Lupe
Alvarez, op. cit. (pág. 51)
42. El
abandono definitivo de la docencia artística ha
estado justificado por un viejo y respetable anhelo: dedicar
todo el tiempo y la energía creadora a la obra. Pero este anhelo —en el
contexto de nuestra realidad material— parece sustentarse hoy en razones mucho
más económicas que estéticas. Resulta demasiado obvio que hasta un
mediocre pintor en activo (incluso sin formación ni talento) suele tener
mayores oportunidades y reconocimientos a la larga que el más
brillante profesor de una academia de arte, de modo que puede
comprenderse el grado de sacrificio que exige este trabajo.
Subestimada a veces hasta por los mismos creadores que ejercen
la docencia, la imagen del maestro de arte exige un perfil y un trato
diferente que concentre toda la atención en el respaldo de sus
capacidades y talento. No basta con sentirse acreedor de un
premio nacional conferido anualmente por el Ministerio de Cultura: el
esfuerzo fundamental debe estar dirigido más bien a que ningún
docente pierda su sentido de pertenencia y sienta que su labor es
reconocida a diario por lo que vale, sin falsos paternalismos que
sólo tienden a echar un velo sobre una de las principales causas del
éxodo: cansancio y pérdida de la autoestima.
2 comentarios:
Muy bueno, con tu permiso, me lo llevo a mi blog.
Gracias Isis, saludos.
Publicar un comentario