UNA BREVE INTRODUCCIÓN

La oposición arte/vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es insoluble. No hay otra solución que el remedio heróico-burlesco de Duchamp y Joyce. La solución es la no-solución: la literatura es la exaltación del lenguaje hasta su anulación, la pintura es la crítica del objeto pintado y del ojo que lo mira. La meta-ironía libera a las cosas de su carga de tiempo y a los signos de sus significados...

Octavio Paz, Los Hijos del Limo

Como fenómeno artístico, la Plástica Joven aglutinó un momento y un segmento muy específico del arte cubano de los 80, fue aquella que en su día se dedicó al baseball y se articuló de un modo aleatorio y espontáneo, como suele ocurrir en la historia cuando hay una idea o sentimiento indefinibles gravitando sobre nuestras cabezas como una nube que, de repente, deja caer su lluvia benéfica y refrescante. Durante toda la década de los 80 la plástica cubana había estado ensanchando su horizonte discursivo y recobrando esa vocación experimental que la caracterizó desde los tiempos de la Vanguardia a principios del siglo XX. Pero no es hasta finales del decenio –circa 1988– que nos enfocamos más abierta y críticamentemente en temas sociales, políticos e ideológicos (hasta entonces evitados o tratados tangencialmente) y establecemos una especie de emulación en términos de audacia, riesgo y originalidad creativa, que a su vez generó esa sinergía propia de los procesos colectivos, donde la energía individual se multiplica exponencialmente. Más allá de cualquier lema, aquel fue un momento verdaderamente mágico, producto de una conjunción astrológica en que se entrelazaban los efluvios de la Perestroika rusa con los anhelos cívicos y estéticos de los jóvenes creadores cubanos.

Ante la avalancha de exposiciones y acciones plásticas cargadas de contenido crítico y cuestionador, el poder quedó momentáneamente desorientado, acostumbrado a la rutina dirigista que diseñaba el esquema de lo que debía suceder en el campo cultural, pero nunca a verse en posición defensiva, obligado a responder a la iniciativa con que los artistas desbordamos los límites establecidos. La última vez que quedaron delimitados esos límites fue en 1980, la penúltima vez que jóvenes artistas plásticos habían presentado algún reto a la institución cultural de la revolución y esta lo había asimilado: la renovación propuesta por el Grupo Volumen I en el terreno de los lenguajes estéticos y su incursión en temas no “comprometidos con el proceso”, lo cual refrescó el aire enrarecido del panorama estético de los 70 tardíos, que aún seguía bajo el efecto paralizante producido en esa generación por el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971), que implantó como norma un reflejo tópico de “lo nacional” y “lo revolucionario”, generalmente a través de un expresionismo poetizante que también fue usado para mostrar al exterior que la revolución no imponía al artista un Realismo Socialista de corte soviético. Esa aparente libertad en lo formal y estilístico también quiso ser una oportuna ilustración del conocido dictum de las Palabras a los Intelectuales: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Quizás por ello, en el Primer Pleno Nacional de la Asociación Hermanos Saíz (marzo de 1988), en un súbito acceso de magnanimidad, el comandante decidió extender esa ambigua libertad de expresión no sólo a la forma, sino también al contenido de las obras, eufónica declaración que no pasó de ser un vistoso titular de primera plana en el periódico Granma del día siguiente.